Celebrando la gracia de los 500 años de la presencia franciscana en México
Argumento compartido en la mesa de dialogo de Clausura dentro del Coloquio festivo por los Cinco siglos de presencia franciscana en México en San Pedro Garza García, Nuevo León el 26 abril 2024.
«el sacrificio sigue siendo el fondo
último de la historia, su secreto resorte»
María Zambrano
Hace algunos meses, en alguna de las charlas fraternas, uno de los hermanos de notable experiencia y trayectoria en la vida franciscana, dialogando sobre la experiencia de la vivencia del franciscanísmo en Europa y en nuestra tierra, de manera espontánea pero con mucha convicción me afirmó: “allá están los orígenes, la historia y los restos… acá, en América está el espíritu”. Su afirmación me suscitó la `intuición primigenia´ de este aporte.
Hace aproximadamente cinco siglos, en Alemania se dejó escuchar el grito protestante que comenzó una nueva era no sólo en el ámbito religioso, sino también civil y social. La voz de los así conocidos “reformadores protestantes” se alzaba convincente no sólo en una batalla declarada contra la disciplina de la Iglesia sino también contra algunas de las notas dogmáticas y doctrinales que llevaban ya más de 1500 años en la vida y actuar de la comunidad cristiana. Su epicentro en Europa del norte. De entre las 95 tesis expuestas por Martín Lutero, destaca con bastante notoriedad el tema del sacrificio no sólo en materia eucarística, sino también en argumentos que traslucían una clara oposición a los planteamientos tradicionales que habían configurado una forma de ser y hacer para el cristiano.
Nuestro cristianismo tiene a la base el acontecimiento medular del sacrificio de Cristo, que ya previo a este, a manera de símbolos y figuras, se manifiesta esta potencia que la acción humana del sacrificar tiene de suyo. Antes del sacrificio de Cristo, hay una cadena interminable de acontecimientos y figuras sacrificiales no sólo en el decurso del mundo judío, sino de las distintas civilizaciones, que desde sus orígenes, han estado movidas por esta acción que parece ser una nota ontológica esencial. Podemos decir que el hombre de este mundo, lleva la noción de sacrificar en le medula de su existencia. Es “su eterno resorte” (María Zambrano, El hombre y lo divino). Y después del sacrificio de Cristo -de forma más clara- esta acción trasciende hacia un plano aún más místico y esencial en la vivencia no sólo de la búsqueda insaciable de lo divino, sino también de la propia experiencia de lo humano.
Podemos decir, sin novedad alguna, sólo para afianzar y servirnos de este argumento que: el acontecimiento del sacrificio de Cristo (Encarnación, vida y muerte en cruz; su kenosis toda) encierra y trasluce esta nota antropológica que desde los inicios de las civilizaciones ha servido a los hombres de manera eficiente para entrar en contacto con la divinidad, pues:
“la revelación de lo divino está íntimamente ligado a la acción ritual del sacrificio.”
(Julieta Lizaola, Lo sagrado en el pensamiento de María Zambrano).
Sacrificio es, entonces, una categoría determinante para la vivencia del cristianismo y nota clave de su expansión por todo el mundo. Su relevancia y afianzamiento en el espíritu de las épocas y su configuración determinante en occidente.
Hace también cinco siglos, nuestra tierra, gobernada por dioses misteriosos y velados, animada por las divinidades repartidas por el cumulo de la proyección de las ansias y necesidades humanas, vio llegar, como el sol de cada día, a aquellos hombres que provenían de un mundo tan lejano como distinto. Hombres que portaban un mensaje que resultaba desconocido y amenazante, pero también atrayente y al parecer, accesible. Era un mensaje de salvación que se presentaba eterna …pero también terrena. Había en ese mensaje elementos tan distantes como tan conocidos. El leitmotiv de esa presencia en estas nuevas tierras era el de mostrar a un Dios que se había sacrificado. Los portadores de este mensaje eran precisamente hombres que habían sacrificado su ser, ofreciéndolo todo al servicio de su Dios. La presencia en estas tierras, lejanas para ellos, era una manera esplendorosa de la realización de ese “su” sacrificio.
Nuestra tierra fue escenario del encuentro de dos culturas distintas en su forma. Este “encuentro de dos mundos” se ha hecho, incluso una categoría de lectura que lleva caminando con nosotros por más de 500 años. Hablar con cortesía de esta diferencia nos compromete también a mencionar, sin pretensión alguna, los puntos de convergencia de estas dos culturas protagonistas de este suceso imprescindible de la historia de la humanidad. Pues lo ocurrido hace cinco siglos en nuestras tierras es parámetro y modelo para todas las naciones y las épocas que han visto en sus historias acontecimientos semejantes. A prescindir de las distintas opiniones, la labor de evangelización de los hermanos franciscanos en estas tierras, así como la transmisión del mensaje evangélico y la experiencia de la vida cristiana, es hasta hoy una forma modélica de fidelidad y autenticidad al cumplimiento del mandato de Cristo de “ir a todos los confines de la tierra”. Tuve la oportunidad de convivir con algunos personajes de la vida académica de algunas de las universidades de España y, distinto a lo que a veces se piensa, en aquella tierra se tiene un notable aprecio tanto a la labor de los primeros evangelizadores como también a la capacidad de recepción de los nativos de estas tierras, así como al proceso de homologación autentica y rápida de un mensaje que llevaba más de quince siglos en Europa, y que allá -no con pocos reparos- seguía siendo no asimilado o poco comprendido. En contraposición con su dogmatización e institucionalización.
La sociedad encontrada en esta parte del mundo, en esta tierra, no distaba tanto de aquella otra de donde provenían los primeros misioneros. Había hombres y mujeres dotados de espíritu y con una noción de lo sagrado muy admirable. La práctica religiosa se manifestaba politeísta y la acción cultual, variada y rica de prácticas en perfecta consonancia con la propia cosmología. Los primeros franciscanos atestiguan haberse percatado de una teodicea propia y bien estructurada que predominaba en todos los ámbitos de la sociedad que habían descubierto: dioses creadores, ordenadores, así como otros reguladores del orden establecido y receptores exigentes de las liturgias propias que se desarrollaban a manera de culto. Sin duda la más inquietante era la de la práctica de los sacrificios humanos.
Los misioneros recibieron una gran noción de verdad: también los nativos poseían esa desconocida certeza de culpabilidad que los impulsaba a sacrificar. Una especie de culpabilidad ontológica, o en términos más nuestros: “original”. Dice Joseph Maistre en su conocidísimo Tratado sobre los sacrificios que: “los hombres primitivos, de los que el género humano en su conjunto ha recibido sus opiniones fundamentales, se creyeron culpables, todas las instituciones se basaron en ese dogma.” Esa noción que hasta los tiempos actuales nos hemos podido sacudir de las espaldas, no obstante la propagación de visiones antropologías más sanas y reconciliadas, o los esplendores de la razón humana que han brillado en expresiones más positivamente humanistas.
La lógica siempre presente de la acción sacrificial es la del intercambio.
"El sacrificio implica una relación concebida bajo el paradigma de la retribución.”
(Julieta Lizaola, Lo sagrado en el pensamiento de María Zambrano).
El hombre ha buscado siempre retribuir a la divinidad. Pagar un saldo que irremediablemente ha heredado y que resignadamente tratará de saldar durante su existencia. Este ejercicio vital, ha sido en la mayoría de las culturas la pieza central de su religiosidad pues:
“los dioses son buenos, y de ellos recibimos todos los bienes de los que gozamos: les debemos alabanza y acción de gracias. Pero los dioses son justos y nosotros culpables: hay que aplacarlos, tenemos que expiar nuestros crímenes; y para lograrlo, el medio más poderoso es el sacrificio.”
(Joseph Maistre, Tratado sobre los sacrificios).
Esta dinámica irrenunciable del contra-cambio, gira siempre entre la convicción de la precariedad de lo humano y la certeza de lo excelso de lo divino. No hay divinidades pobres o precarias. Hay siempre en la lógica del sacrificio un doble enfoque que en la raíz tiene la misma noción de ofrecimiento:
A) Sacrificar lo más precario del ser. Conscientes de esta precariedad, ofrecer esta condición.
“¿Qué puede entregar el hombre a los dioses sabiéndose tan diferente a ellos? Tan extraño, ajeno y frágil. Lo único que puede dar es su vulnerabilidad.” (Julieta Lizaola, Lo sagrado en el pensamiento de María Zambrano)
B) Sacrificar lo más excelente de lo terreno. Esto por la moción de alcanzar –aunque sea por instantes- la imagen de la divinidad, su excelsitud, su status.
La labor evangelizadora pronto comenzó a adquirir notas particularísimas en estas nuevas tierras. Puntos de divergencia y nociones de maravilloso encuentro. El sentido sacrificial fue uno de los lugares especiales de la labor del anuncio del mensaje evangélico. Un terreno fértil como preparado con misterioso esmero para recibir las semillas de la doctrina cristiana que cotejan el mensaje esencial y kerymático de Cristo y su sacrificio. Semillas de la verdad cristiana que germinaron en convivencia con aquellas otras semina verbi (semillas del Verbo) que ya los nativos poseían, según la nomenclatura del Concilio Vaticano II.
Entonces la certeza inmediata que iluminó a los primeros evangelizadores fue que, de la misma manera y aun sin noción de lo cristiano, los nativos no sólo aceptaban la realidad del sacrificio, sino que la promovían y la tenían en una alta estima. (baste recordar a los nativos de las tierras chiapanecas que ante la resistencia de ser conquistados y cambiados en sus prácticas, se arrojaban de los altos acantilados del Cañón del sumidero prefiriendo morir a renunciar a sus convicciones)
La realidad de la acción sacrificial, sea en el tiempo o definitiva, estaba muy presente y desarrollada en los pueblos nativos. Estaban convencidos que:
“por medio del sacrificio el hombre obtiene una liberación temporal de la realidad, elabora una reconciliación con lo sagrado, aleja el terror y vive un periodo de gracia.”
(Julieta Lizaola, Lo sagrado en el pensamiento de María Zambrano).
Recordemos que, por ejemplo, los dioses aztecas no eran omnipotentes, sino que dependían de la sangre ofrecida a ellos. De modo que la interacción sacrificial era concebida por instantes, instantes para los mortales e instantes para los dioses. Dice Friedrich Hölderin en una de sus proclamaciones más solemnes en materia de filosofía de la religión que “el hombre solo es capaz de soportar lo divino por instantes”.
Dada la notable aprehensión que los nativos tenían del sacrificio, expresado de manera sobresaliente en el sacrificio humano, es como el sacrificio de Cristo fue bien recibido como noción fundamental y fundante del mensaje que habían recibido. Desde sus inicios la ofrenda de Cristo al Dios Creador de todo, fue concebida como una ofrenda excelente, no sólo por la carga de excelencia que la doctrina cristiana atribuía a la persona del Verbo Encarnado, sino a la ofrenda voluntaria que él hizo de su vida y la aceptación pacifica de su muerte. Nuestros antepasados se vieron iluminados con esa noticia tan nueva y tan familiar de la ofrenda voluntaria del Hijo de Dios que, como reza el prefacio litúrgico de pascua, “quiso ser a un mismo tiempo víctima, sacerdote y altar” es decir, sacrificio excelente.
Bajos estas nociones, me permito, no con poco orgullo y satisfacción compartir con ustedes una de las antiguas leyendas con las que mi tierra natal, Magdalena Jalisco, desde niños nos ha contado e instruido. Aquella del Sacrificio de Neovilt, misma que he tenido la maravillosa oportunidad de entrar en contacto con su expresión escrita a través de un manuscrito recopilado por Recopiló Gabriel López R. en colaboración con Gaudelia Carrillo L. en el año de 1942.
La leyenda recrea los escenarios y peripecias de los primeros evangelizadores en los tiempos de la primera evangelización desempeñada en la región de la antigua Xochitepec y el valle de Etzatlán por los intrépidos frailes franciscanos que llevaron a aquella zona del sur del estado de Jalisco el mensaje de la salvación Cristo. El argumento gira entorno a la figura de Neovilt, la joven doncella hija menor del gran cacique Huaxicar, dominador de todas aquellas tierras en lo referente a lo tanto a lo político y económico, como a lo religioso y bélico. La historia narra que los friales franciscanos habrían conquistado a aquella doncella, quien abierta al mensaje de estos heraldos, habría recibido el mensaje de Cristo y aceptado bautizarse. La fecha de su bautismo habría sido un 22 de julio, por tal motivo, el nombre recibido en el sacramento fue el de Magdalena, el cual llevaría el resto de sus días.
Según la narración, la recepción del bautismo como su naciente vida cristiana se desarrollaron en completa discreción y sigilo. Al cumplir los 18 años (más o menos un año después de este acontecimiento) vendría a darse obligatoriamente el ofrecimiento de su vida en sacrificio a los dioses locales. Situación que creó una gran tensión entre el sector cristiano encabezado por los misioneros franciscanos y el sector nativo, capitaneado por su padre Huaxicar, sus hermanos de sangre y el pueblo en general que aún se resistía a abrazar la fe. Ante la propuesta de crear una defensa contra su gente para evitar el sacrificio, la misma Neovilt, habría de oponerse a dicha resistencia y aceptar ser ofrenda, como lo tenía asimilado desde su nacimiento. La resistencia de los misioneros es persistente. Neovilt argumenta a favor de la paz de “la ciudad”. El sector cristiano quiere luchar por su vida. Neovilt no sólo está resignada a ofrecerse, sino que está feliz de ser ofrenda… de sacrificarse por un bien superior: el de la paz. Neovilt muere en sacrificio ritual como una verdadera obediente y fiel a sus dioses y como una autentica mártir cristiana. Su acción legendaria hace revelar a los misioneros el carácter sagrado del sacrificio, más allá de cualquier concepto, teoría argumento. La ofrenda de su vida, ha permeado a través de los siglos con el testimonio fiel de una “Antígona” del nuevo mundo, de la tierra que ha visto nuevas e inéditas auroras de un esplendor único y original de lo cristiano y lo franciscano: el valor inigualable del sacrificio y la fructificación del mensaje compartido.
Concluyo con una de las frases más alentadoras de María Zambrano, que a prescindir de la realidad antropológica que revela, me resulta una jaculatoria de esperanza en un mundo que cada vez más urge de recuperar el sentido humano y sacro de la acción del sacrificio:
“Nadie que muere en sacrificio, muere inútilmente”.
(María Zambrano, La tumba de Antígona)
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